España se financia a tipos negativos mientras la inflación se dispara

Hace unos meses comentábamos “¿Quién compra bonos con tipos negativos?”. Los estados, empujados por la política de represión financiera de los bancos centrales, se financian a mínimos históricos.

España acaba de emitir más de 4.000 millones de euros de deuda a doce meses al -0,33%, es decir, si usted compra un bono, recibirá a vencimiento menos de lo que ha invertido.

El BCE ha comprado alrededor de 160.000 millones de euros de deuda española desde que lanzó su programa de recompra de activos (QE). Eso supone que, en muchas subastas, cuando el Tesoro sale a emitir deuda, la presión compradora del Banco Central Europeo baja la rentabilidad exigida a niveles mínimos. Pero ¿negativos? Alguien tiene que haber que compre estos bonos en los que tienen el 100% de seguridad de perder dinero en términos nominales y reales. Con una inflación del 3%, comprar un bono a doce meses con rentabilidad negativa es un agujero significativo.

Mucho más importante, ¿tipos negativos que se hacen más negativos subiendo la inflación?

Si la inflación es del 3% sería normal que la rentabilidad de esos bonos que se emiten pasase de negativa a positiva, por la presión de la curva de tipos real. Sin embargo, ocurre lo contrario. En la última subasta, por ejemplo, el Tesoro ha emitido a tipos aún más bajos que en la anterior. Un 17% más bajos todavía.

El mundo al revés.

El efecto depresor de tipos del Banco Central Europeo es brutal y traspasa esas pérdidas a los ahorradores, fondos de pensiones y seguridad social, que son los que compran bonos soberanos en su mayoría. Pero, lo más grave, disfraza el riesgo. El ahorro del Estado, de unos 2.000 millones aproximadamente sobre lo presupuestado, puede generar un exceso de confianza que nos lleve a pensar que esos tipos van a permanecer eternamente. Hoy, el coste medio de los pasivos, de la deuda de España es cercano al 2,8%, es decir, menos del 20% inferior a lo que se situaba cuatro años. Siendo este efecto positivo, puede nublar nuestra percepción de riesgo de manera importante.

No solo compra el BCE. ¿Quiénes son los otros que se aventuran a una pérdida garantizada? Fundamentalmente los fondos indexados, que tienen sí o sí que participar en las subastas para mantener su peso medio de acuerdo al peso que la deuda soberana tiene en los índices. Suponga usted que la deuda española pesa un 12% en el índice, mientras Francia es un 19% o Alemania un 20%. No solo tiene usted que comprar, sino que otros componentes de dicho índice tienen rentabilidades negativas similares. Por supuesto, usted dirá que el gestor podría salirse de esos índices, pero en grandes fondos indexados eso no ocurre, incluso se penaliza. Pero usted, el inversor, el pensionista, el ahorrador, pierde seguro. Por eso se llama represión financiera. El “ahorro” del Estado al financiarse es su “pérdida” como inversor conservador.

Pero hay otro tipo de compradores. Por ejemplo, bancos que necesitan activos de mínimo riesgo para usar como colateral ante una operación de financiación o inversión. Esos bancos saben que pierden con los bonos que compran, pero necesitan tener un stock mínimo de deuda soberana que –al considerarse como activo de menor riesgo- le sirva como colateral, como seguro, ante otras actividades.

Algo que nos muestra este análisis es la importancia de la confianza y la solvencia del emisor de deuda soberana en el mecanismo de transmisión de la economía. La ruptura de la fiabilidad, la responsabilidad crediticia y el respaldo que supone el Tesoro, tiene enormes impactos negativos en la economía real, la sostenibilidad de las pensiones y la existencia misma de la Seguridad Social, además de la financiación de la economía real.

La existencia de un mercado secundario, fuera de lo que haga el Banco Central Europeo, que acepte esas rentabilidades y esos tipos es esencial precisamente para garantizar que no se desmorone todo. Imagine usted que el BCE comprase toda la deuda que generase el Estado sin atender a compromisos de solvencia, liquidez y repago, a cumplir con el déficit, la sostenibilidad y la seguridad de repago. ¿Qué ocurriría? La evidencia de que ese dinero está siendo tomado sin ningún compromiso de solvencia y liquidez llevaría a que todos los agentes que lo avalan como activo de menor riesgo desaparecieran y, sin embargo, le daría un nivel de riesgo al resto de la economía mucho mayor. Es decir, el hecho de que los tipos exigidos a la deuda española sean bajos está soportado por el BCE, pero no garantizado. El mecanismo que transmite ese bajo riesgo al resto de la economía no es la monetización, sino el compromiso del emisor de cumplir sus objetivos. Y el hecho de que tenga fecha de caducidad y se perciba como una oportunidad para reducir desequilibrios (comprar tiempo), no como una panacea.

Si el Estado se olvidara de sus compromisos y simplemente monetizase toda la deuda que decidiese tener vía los déficits “que necesitemos”, trasladaría su falta de compromiso y fiabilidad al resto de la economía. Es la razón por la cual un país como Argentina, monetizando el 100% de los déficits del Estado, tenía una prima de riesgo superior a los 1.000 puntos básicos… Y la cuarta inflación más alta del mundo. Imprimiendo papelitos que no se soportan por un mercado secundario mínimamente creíble. Y esa enorme prima de riesgo se traslada, aumentada, al resto de la economía, familias y empresas que ven su financiación desaparecer.

¿Imaginaciones? No. Es lo que ha pasado toda la vida, y la razón de la debacle de sistemas donde se ignora la solvencia y liquidez para imprimir “lo que haga falta”. Cuando el Estado convierte al activo de menor riesgo en el de mayor riesgo de insolvencia, la monetización se lleva por delante al resto de la economía porque el riesgo disfrazado por un lado se descubre por el otro.

Hoy, sabemos tres cosas. Los tipos bajos –incluso negativos– están aceptados porque hay un compromiso ineludible de repago, al BCE y a los pensionistas, ahorradores e inversores. Esos tipos se aceptan porque tienen fecha de caducidad mientras la economía se recupera. Y esos tipos se aplican al activo de menor riesgo porque se refuerza la confianza. El Estado nunca se financiaría a tipos negativos de otra manera. Apoye el BCE lo que apoye. Pero, desde luego, las empresas y familias no se financiarían ni de lejos –sea el capital circulante o sus necesidades de inversión– a tipos del 1% o 2% si se nos ocurriera la “brillante” idea, que no se le ha ocurrido a casi nadie en la historia, de eliminar la responsabilidad crediticia y el mercado secundario de la financiación del Estado. No ha habido una sola ocasión en la historia en que no haya llevado a la ruina de todos.

Es completamente cierto que los tipos reales negativos son una anomalía y un desincentivo a la inversión (lean “Por qué los tipos reales negativos no ayudan, empeoran”), pero lo último que deberíamos pensar es que es una realidad que va a perpetuarse en el futuro o, aún peor, que es una oportunidad para aumentar los desequilibrios y gastar como si no hubiera mañana.

Recordemos que el programa del BCE no es un regalo, es un préstamo. Siempre lo es.

Los recortes de Tillerson

Si usted ha estado prestando atención a los medios de comunicación en estas semanas, habrá tomado nota de los mensajes de la administración Trump que llegan desde el inusual púlpito de redes sociales al que es tan aficionado el presidente de EEUU. Tenemos mensajes muy claros sobre una subida del gasto militar de 54.000 millones de dólares, un 9,27%. Y también -aunque nada claros- los mensajes de ese enorme plan de infraestructuras de un billón de dólares.

El ruido mediático es ensordecedor, y el personaje acapara titular tras titular. Sin embargo, en todo este enorme revuelo, hay cosas que han pasado desapercibidas.

¿Se acuerdan del secretario de Estado? Rex Tillerson nunca ha sido amigo de grandes mensajes a los medios de comunicación y, desde que ha sido nombrado, ha rechazado incluso aparecer en algunos eventos oficiales.

Sin embargo, y a pesar de la caída de ingresos fiscales heredada de 2016, la última cifra habla de 12.000 millones menos de deuda. No es para lanzarse a tirar cohetes, pero es un hecho que la deuda se ha reducido, aunque la enorme mayoría espera que vuelva a aumentar. Tim Worstall comentaba que las previsiones de déficit pueden moverse en unos 50.000 a 200.000 millones de dólares dependiendo de las partidas. El Comité para un Presupuesto Responsable del partido republicano trabaja sobre un plan que asume que ese déficit debe reducirse, incluyendo los recortes de impuestos que se anunciarán en el primer semestre.

¿Y qué está llevándose a cabo? Lo que en la administración se llama draining the swamp (secar el pantano). Vaciar el séptimo piso de la Secretaría de Estado y también lo que se había denominado “gobierno en la sombra” creado durante la administración anterior. Una auténtica masa de despidos de personal político. Estamos hablando de 250 oficinas y 30.000 personas. Es cierto, no llega ni de lejos a la administración paralela de la Junta de Andalucía, pero es parte del principio.

Los recortes propuestos van mucho más allá de anécdotas.

Un recorte del 30% en las partidas destinadas al State Department y USAID, que buscaban gastar 50.000 millones de dólares en 2017.

Un recorte del 1% en todas las administraciones, con un arco de 10% a 100% en todos los organismos y oficinas creadas en los últimos ocho años.

La idea es que, por cada anuncio de gasto, se encuentren partidas cuyos recortes puedan financiarlos.

Es extremadamente difícil. Las reticencias son enormes, y no sólo en el partido demócrata.

De momento, el Secretario de Estado trabaja con un plan de reducción de costes que superaría los 100.000 millones de dólares. No sólo en recortes de presupuestos que se habían acostumbrado a aumentar un 5% anual, como mínimo. La idea es financiar las bajadas de impuestos y aumento de gasto en defensa ahorrando en partidas de gasto.

Las estimaciones medias de déficit para los próximos cuatro años superan los 2 billones de dólares y, aunque los tipos sean bajos, eso no se puede permitir. Tampoco se puede acudir a subidas de impuestos que no consiguen nada. Con Obama se duplicó la deuda porque los gastos siempre se acomodan a los ingresos que vengan, y más.

El gran elemento diferenciador es eliminar y cambiar el Affordable Care Act (Obamacare), con el que se podrían ahorrar 80.000 millones de dólares adicionales sin cambios en la cobertura a ciudadanos, pero que se encuentra con escollos en todo el sistema.

De momento, sólo con la política de secar el pantano, y sin grandes cambios, Tillerson parece convencido de poder reducir hasta 50.000 millones. Pero el objetivo es duplicar esa cifra.

El choque cultural es brutal. El servicio público no está acostumbrado a aceptar reducciones de gasto, y la idea de que EEUU se acerque, de nuevo, en marzo, a superar el techo de deuda, se ignora con la afirmación -correcta- de “siempre se ha aumentado”. Me comentaba un amigo norteamericano que, en Washington, un “recorte del 10% es pedir un aumento del 20% y que te den la mitad”.

Rex Tillerson llega de una de las mayores petroleras del mundo, donde, ante el problema de la caída de los precios y la demanda, se pidieron recortes de gasto del 30% y sus divisiones y trabajadores se lanzaron a preparar planes para ver quién conseguía un 35% o más. Imagínense el choque cultural cuando escucha a sus nuevos subordinados “es imposible”.

El plan de infraestructuras que tanto bombo ha recibido, va a tener que ser financiado, como no puede ser de otra manera, por el sector privado a través de deducciones fiscales y los peajes que generen dichas infraestructuras.

Veremos qué se consigue. Los recortes de Tillerson van a ser la prueba de si una administración puede gestionarse de manera eficiente acudiendo a los principios de moderación presupuestaria y eficiencia real. No va a ser fácil. Pero, mientras el interés público se centra en unas y otras noticias sobre temas no económicos, en la Casa Blanca hay un objetivo poco mediático, silencioso, de cambiar la forma en que se gestionan los recursos públicos.

Estaremos atentos.